Llegué a Cuba el 28 de febrero de 1999. Conocí a Fidel un día muy normal, cuando íbamos del edificio de los albergues hacia el edificio donde quedaban las aulas, y de pronto allí en ese pasillo que también conducía al mar, lleno de palmeras ( que por cierto habían crecido de un día para otro), se baja de un carro negro ese hombre alto e imponente, pero dulce en su mirada, con una voz suave y está saludando a los compañeros que pasábamos en ese momento; yo lo vi y sin saber mucho de él, me dieron unas ganas de llorar pero de admiración, de una sensación de fuerzas inmensas de quererlo abrazar. Fue tan solo unos minutos.
Lo volví a ver para el día de la inauguración de la Escuela Latinoamericana de Medicina, un mes de noviembre de ese mismo año, allí en frente siempre interactuando con los estudiantes más que con las personalidades que le acompañaban ese día.
También a ese hombre histórico lo vi cerquita, estando él en la mesa principal y yo abajo en la segunda fila el día que nos graduábamos más de 3 mil estudiantes, allí en el teatro Karl Marx; allí estaba él.
Pero donde realmente lo conocí, lo abracé, comí, lloré y crecí fue cuando junto a mis compañeros, alumnos que aún en ese momento nos considerábamos extranjeros, profesores, maestros, trabajadores de línea, las tías de La Cocina, las carpeteras, levantábamos algún escombros y limpiando lo que de una escuela naval se convertía en una escuela de medicina.